A propósito de la reciente muerte de Abimael Guzmán en la prisión del Callao, quiero compartirles un extracto del cuento de mi libro “Muerto en vida”, que fue publicado el año 2009 y, luego, ampliado. Es un extracto de un hecho real.
Una mañana partimos con mi entrañable hermano Rubén Mora Bedón a la mina Jecanca en la tolva de un volquete, que de retorno traía mineral hacia la planta concentradora Santo Toribio de Palmira. Los sacudones eran atroces. Sentíamos que nuestro estómago ya no estaba en su lugar, ni siquiera podíamos hablar claramente, saltábamos como danzarines. A los pocos minutos, cuando el sol arreciaba, se detuvo el vehículo. Por fin dejamos de soportar momentáneamente los terribles sacudones al que estábamos condenados durante los setenta minutos aproximadamente que faltaban de carretera llena de baches para llegar a los socavones y el campamento minero.
Un grupo de personas con mochilas en la espalda hicieron detener el enorme volquete y subieron rápidamente junto a nosotros. Eran como diez, entre varones y mujeres. A los pocos minutos cuando el volquete prosiguió su recorrido, empezaron a cantar a viva voz, dirigidos por un hombre que pasaba los treinta años, llevaba lentes grandes y peinado hacia atrás; le llamaban “Camarada”. Recuerdo que cantaban una y otra vez huaynos ayacuchanos y de protesta española como “La hierba de los caminos”. Cuando llegamos, un centenar de obreros los esperaban para conducirlos hacia el local comunal donde debían ofrecer teatro sobre la explotación a los obreros de Jecanca. Antes que se alejaran les preguntamos a qué se debía su presencia en el lugar y quiénes eran, “hemos venido a sembrar, queridos amiguitos, vengan vamos a ofrecer teatro, están invitados”, nos dijo, palmeándonos en la espalda y estrechándonos nuestras pequeñas manos.
El hombre de lentes y mirada penetrante, metió la mano a su mochila y nos obsequió un pequeño libro rojo, sobre ella se leía “Cinco tesis filosóficas” de Mao Tse-tung. A nuestro retorno, nos imaginamos en nuestra inocencia infantil que el grupo de personas eran ingenieros agrícolas o algo así, al recordar sus palabras “Hemos venido a sembrar…”. Al cabo de algunos años reconocí en los periódicos a este hombre: encabezaba la lucha armada en el Perú con el llamado “Sendero Luminoso”, era Abimael Guzmán, conocido por el nombre de guerra “Camarada Gonzalo”. A los pocos instantes, luego que bajamos del volquete de retorno a nuestras casas y cuando aún sentíamos náuseas y cansancio por el mal viaje…
Esta breve historia, fue cuando tenía entre nueve a diez años de edad, mi hermano Rubén tendría tres años más. Sin saber que Abimael se convertiría en uno de los más sanguinarios terroristas del Perú.
(*) Ludovico Cáceres Flor | periodista y escritor