El Congreso aprobó y la presidenta Dina Boluarte promulgó una ley de amnistía que libera de responsabilidad a militares y policías procesados por violaciones a los derechos humanos. Sus defensores la llaman un acto de reconciliación, pero la forma en que ha sido impuesta y los antecedentes que arrastra despiertan una duda inevitable: ¿es reconciliación o es blindaje?
La historia nos advierte. En los años 90, el Perú vivió una amnistía muy similar, que fue declarada inconstitucional porque violaba el derecho de las víctimas a la verdad y la justicia. Hoy, volver a ese camino no solo repite errores, sino que puede sentar un precedente aún más peligroso: si hoy se amnistía a militares y policías, mañana podría aplicarse la misma fórmula para políticos procesados, autoridades investigadas por corrupción o incluso redes de poder enquistadas en las regiones.
En Áncash, esa preocupación no es lejana. Si bien la violencia no alcanzó la magnitud que tuvo en Ayacucho, la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) documentó que también hubo comunidades campesinas de nuestra sierra afectadas por atentados subversivos, desplazamientos forzados y abusos en operativos militares. Muchas de esas víctimas aún esperan verdad y justicia. A ello se suma una experiencia reciente que refuerza la desconfianza: procesos judiciales interminables, autoridades locales que parecen intocables y una ciudadanía que percibe que las reglas no se aplican igual para todos.
La preocupación no solo es interna. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) ya ha cuestionado la norma, recordando que el Perú tiene más de 20 sentencias pendientes de cumplimiento y que leyes de este tipo violan compromisos internacionales suscritos por el Estado. Ignorar estas advertencias no solo debilita la justicia en el país, sino que expone a la nación a nuevos cuestionamientos y sanciones internacionales.
Ese es el verdadero riesgo de la ley de amnistía: que normalice la idea de que el poder político puede decidir quién merece ser juzgado y quién no. Bajo el pretexto de la reconciliación, se abre la puerta a que la amnistía se convierta en un mecanismo recurrente de protección para quienes están cerca del poder.
La reconciliación auténtica no se construye borrando expedientes, sino esclareciendo responsabilidades. Las familias que fueron afectadas en la región que sufrieron durante los años de violencia interna, como tantas en el país, no necesitan que el Congreso archive la memoria, sino que garantice justicia. Y la ciudadanía que hoy observa la política con desconfianza no pide blindajes, pide instituciones que actúen con imparcialidad.
Por eso, desde nuestra región, el mensaje debe ser claro: más que amnistías selectivas, necesitamos un Estado que dé certezas de justicia. Porque sin verdad ni sanción, lo único que prospera es la impunidad. Y Áncash sabe, por experiencia propia, que la impunidad nunca trae paz: solo profundiza la herida y la distancia entre el Estado y sus ciudadanos.

