En Áncash, la inseguridad ya no es una noticia lejana o exclusiva de Lima: es una realidad que golpea nuestras calles. Robos cada vez más violentos en Huaraz, extorsiones en Chimbote y Nuevo Chimbote, enfrentamientos armados en obras de construcción civil… la violencia dejó de ser advertencia y se convirtió en parte de nuestra rutina. Frente a este escenario, la pregunta es inevitable: ¿qué lugar ocupará la seguridad ciudadana en los planes de quienes aspiran a gobernar el país en 2026?
El error persistente ha sido concebir la inseguridad como un problema meramente policial, una ecuación que se resuelve con más patrulleros o más mano dura. La realidad es otra: la delincuencia es un síntoma de males más profundos, donde se entrelazan la pobreza, la desigualdad, la debilidad institucional, la criminalidad organizada y la corrupción que atraviesa todo el sistema.
Hasta ahora, lo que hemos escuchado de la clase política son propuestas tímidas o, peor aún, atajos populistas que buscan imitar el modelo “a la salvadoreña”, una salida fácil que evade la responsabilidad de atacar las causas estructurales. Lo que necesitamos son planes de gobierno que vayan más allá de los discursos de campaña y que aborden con seriedad los factores que alimentan la inseguridad.
La pobreza y la desigualdad siguen siendo el caldo de cultivo de la delincuencia. Jóvenes sin oportunidades laborales, asentamientos humanos sin servicios básicos y familias empujadas a la desesperación son terreno fértil para que proliferen el delito y la violencia. Un enfoque integral debe incluir empleo digno, acceso a educación de calidad y condiciones de vida que devuelvan esperanza a los sectores más vulnerables.
Pero la debilidad institucional es otro pilar de la crisis. Nuestra Policía Nacional aún opera con métodos artesanales, desaprovechando la tecnología de vigilancia y la inteligencia policial moderna. Reformarla no significa solo comprar equipamiento, sino apostar por la profesionalización, la capacitación y, sobre todo, la lucha frontal contra la corrupción que la carcome desde dentro.
La criminalidad organizada, que antes parecía ajena a nuestra región, ya se deja sentir. El narcotráfico y las bandas extorsivas encuentran eco en Áncash, donde pequeños negocios y transportistas han empezado a ser víctimas de amenazas. Combatir estos carteles requiere una estrategia de Estado, donde la policía, el Ministerio Público y el Poder Judicial trabajen de manera articulada y no fragmentada. Sin embargo, la ineficiencia de las instituciones judiciales y el burocratismo de organismos como la Contraloría siguen siendo obstáculos monumentales.
La agenda ciudadana ya está dibujada: la seguridad es una de sus principales preocupaciones. Sin embargo, nuestros políticos parecen más enfocados en los mensajes efímeros de las redes sociales que en presentar propuestas serias y sostenibles. La “cultura del TikTok” no puede ser la brújula que guíe decisiones de Estado.
Desde Áncash, la exigencia debe ser clara: no queremos promesas vacías ni discursos populistas. Queremos planes de seguridad integrales, con visión de largo plazo, que enfrenten la raíz del problema y no se limiten a apagar incendios. Porque el futuro de nuestra seguridad -y de nuestra estabilidad- no está en la retórica de campaña, sino en la capacidad real de nuestros líderes para enfrentar un desafío que, en nuestra región, ya dejó de ser un temor para convertirse en amenaza cotidiana.

