La presidencia accesitaria de José Jerí Oré arrancó con un gesto político que sumó: recibir al alcalde de Pataz y abrir una puerta al diálogo en medio de la tensión. Pero los gestos duran poco si no se sostienen con decisiones. Por eso, el martes 14 se convierte en un primer punto de inflexión: la anunciada mesa de diálogo deberá mostrar resultados concretos —hojas de ruta, plazos y responsables— o se diluirá como tantas iniciativas fallidas en el pasado. La incorporación de representantes de la Generación Z, cuya gesta democrática revitalizó la calle, añade una presión saludable: la ciudadanía joven no compra discursos vacíos.
El gabinete ministerial será su segunda gran prueba. No bastará con juramentar rápido, sino con hacerlo bien. El país espera un equipo con oficio técnico, criterio político y verdadera independencia del Congreso. Un gabinete de transición que garantice estabilidad y elecciones limpias en 2026, no una repartición de cuotas o favores. La historia reciente lo recuerda bien: Paniagua y Sagasti condujeron con sobriedad y equilibrio; Merino, en cambio, terminó en la historia como un ejemplo de improvisación que el Perú no desea repetir.
La relación con el Congreso será otro examen inevitable. El país no soporta más desencuentros ni agendas paralelas. Si el Ejecutivo se enreda en la confrontación o en los cálculos partidarios, perderá el poco tiempo que tiene. Si, en cambio, logra instalar una agenda mínima de consenso —seguridad, educación, salud y orden electoral—, podría recuperar un bien escaso: la previsibilidad.
Desde las regiones, las expectativas son claras. Áncash observa con atención y preocupación cada relevo político en Lima, porque sabe que los sobresaltos nacionales suelen traducirse en obras paralizadas, transferencias demoradas y presupuestos congelados. Esta transición debe ser un punto de continuidad, no de pausa. Mantener el ritmo de los proyectos emblemáticos —como la carretera Yungay–Llacma, el hospital de Huaraz o la agenda hídrica pendiente en los valles del Callejón y Conchucos— será la mejor señal de que el Estado no se detiene.
A ello se suma un aspecto que el propio Jerí no debería esquivar: su paso por el Gobierno Regional de Áncash durante la gestión de Juan Carlos Morillo. No se trata de revivir controversias, sino de aclarar con transparencia y prontitud cualquier duda o observación que el ciudadano aún recuerde. En una coyuntura donde la confianza institucional es frágil, la transparencia personal vale tanto como la solvencia política.
El país no le exige a Jerí hazañas, pero sí coherencia. Su gestión será corta, pero sus decisiones marcarán si este periodo de transición se recordará como una administración de trámite o como una pausa lúcida en medio del caos.
La historia de esta presidencia no se medirá por años, sino por semanas. De su prudencia, independencia y firmeza dependerá que el Perú, y con él las regiones, puedan creer —aunque sea por un momento— que la estabilidad aún es posible.

