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CRÓNICA | Mi primera bicicleta, por Omar Robles

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CRÓNICA | Mi primera bicicleta, por Omar Robles

Memorias de cómo el autor de la nota aprendió a manejarla y hoy con ella reparte cultura a domicilio.

He dejado descansar a la Bicilibro por este mes, la Bicilibro es la bicicleta que compré a un chofer de combi un mes antes de la aparición de la pandemia. Ahora descansa apoyada a unas sillas de madera con su timón dormido, le agradezco enormemente por haberme acompañado por más de un año en llevar libros a las casas de la ciudad.

Hoy estoy con Loncho I, el nombre que lleva una de las bicicletas montañeras recientemente adquiridas gracias al estímulo económico del Ministerio de Cultura, en homenaje a mi padre que falleciera el año pasado. He llegado a la casa de mi infancia, al lar de los sueños, al rincón de los juegos; he pasado un rato por aquí después de dejar un libro a un lector que vive frente al cementerio. Lo he hecho con el pretexto de regar las plantas que mi madre sembró durante tantos años, y, ahora que no llueve, requieren urgentemente ser atendidas. Al estacionarme para abrir la puerta de fierro color naranja, volteo la mirada y veo las calles vacías por donde aprendí a dar mis primeros pedaleos; en este instante comienzan a brotar miles de recuerdos y a volar como aves secuestradas en una jaula.

El primer recuerdo que sale volando es del día en que aprendí a manejar bicicleta, cuando tenía siete años de edad. Mis primeras lecciones me las dio mi hermano mayor en las pistas recién asfaltadas del jirón 28 de Julio, en mi querido barrio de La Soledad, allá por los años ochenta. No mires el pedal, mira al frente, son las palabras que todavía resuenan en mis oídos como si fuera ayer.    

Dominar bien la bicicleta no fue sencillo; me habré ido de bruces cuatro o cinco veces, tal vez más; en esas caídas me raspaba las rodillas, los brazos, quedaba sucio por la tierra y con la ropa hecha añicos; pero siempre me levantaba y seguía intentando e intentando, hasta que un día logré avanzar firme y sin balancearme. ¡No lo creía, estaba manejando! Tenía la mirada fija en el horizonte sin distraerme con nada, abrazado por el viento, una sensación hermosa que aún no sé cómo describirla. En ese momento quizá nació mi amor por la bicicleta y el gusto enorme por el aire que acariciaba mi rostro como si fueran las suaves manos de mi hermosa madre. 

Aquellos primeros años en mi casa teníamos solo una bicicleta, por la cual nos peleábamos entre hermanos para conducirla; hasta que llegó el día en que terminaron las riñas porque mi padre, aquel hombre que muy pocas veces reía, compró una nueva bicicleta para mi hermano mayor, dejando la más pequeña para compartirla con mi hermana. Con las dos bicis en casa podíamos darnos el lujo de pasear por las tardes después del almuerzo y darnos vueltas y vueltas por el parque FAP; luego, subíamos por el jirón 28 de Julio, bajábamos, y así, en un círculo interminable, hasta que llegaba a reinar la oscuridad, obligándonos a irnos a casa y el día siguiente volver a salir por la tarde para seguir pedaleando y pedaleando… hasta que un clavo o vidrio desinflara una llanta y nos hiciera olvidar la bicicleta por un tiempo hasta lograrla reparar.  

De todas las calles que están alrededor de mi casa la preferida era Buenaventura Mendoza, esta vía se convirtió en el patio de juegos que no teníamos, porque ahí practicábamos al fútbol, tenis y otros pasatiempos de nuestra niñez. La calle era limpia y tranquila, no había vehículos, tenía un vigilante, un viejito amigo de mi papá llamado Salamir, que se enojaba cuando dejábamos una piedra en la pista o se incomodaba cuando nuestra pelota caía en su cochera. Qué recuerdos, qué recuerdos…

El autor de la crónica recorriendo la ciudad y repartiendo cultura a través de la bicicleta, su inseparable compañera.

Hoy que recorro casi todos los días con la bicicleta por las calles llevando libros a las casas, o dejando encargos, me ha brotado el recuerdo de esos primeros años cuando salía con la bicicleta Monark color rojo a pasear por las calles de mi barrio; ¿dónde estará nuestra primera bicicleta?, quizá acompañando a algún niño o descansando como mi Bicilibro ahora por haberme dado tanto en un momento tan complicado. Quién sabe dónde estará aquel aparato de aluminio, con cables y ruedas de mi infancia desaparecido en el silencio.

He terminado de  regar las plantas de mi madre. Me voy a mi casa de Centenario. Son las seis y media de la tarde, la primera vez que manejo en la oscuridad después de mucho tiempo. Los recuerdos se han despertado y los dejaré salir uno a uno para que corran en una bicicleta, porque ahora que soy un CICLISTA LIBRERO, ser humano en extinción o Quijote perdido en el frío, necesito liberar mi mundo, aquel mundo que gira y gira sobre dos ruedas.

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